3 feb 2011

Aquella noche no se veía la luna

Apuró el pitillo y abrió la puerta. El bar a esas horas se había convertido en un planeta distinto donde la tierra era un tumulto de personas y el cielo un mar de humo. Se abrió paso hasta la barra a base de llenarse la camisa de la cerveza de clientes demasiado borrachos como para preocuparse.
-¡Chico! ¡Whiskey doble con dos piedras!
-¡Enseguida!
Miró el vaso con la serenidad de quien afronta una rutina y tragó el licor apresuradamente. Apenas podía distinguirse alguna conversación. Debajo de cada sombrero una boca vociferaba eufóricamente. El alcohol corría a su antojo y el charleston animaba los pies de la clientela. Mientras observaba el panorama, divisó una silla solitaria que, después de casi diez horas yendo de un lado para otro con cajas de enciclopedias, resultaba muy sugerente. Pidió otro trago y se dirigió hacia la silla.

El vaso apoyado en la pierna y la mirada perdida en la profundidad del humo. Los minutos se atropellaban frenéticamente sumiéndole en un trance demasiado triste como para no tratar de disfrutarlo. Hasta que una cara conocida le trajo de vuelta a la realidad. Ella. Después de tantos años. Otra vez.
-Tú por aquí...
-Buenas noches, princesa.
-Tienes una pinta horrible.
-Ya no trago tantas mentiras.
-¿Qué ha sido de tu vida?
-¿No bebes nada?
-No eras tan cínico cuando me querías.
-Eso nunca lo hice.
-Vámonos de aquí y te demostraré que mientes.
-No puedo, estoy ocupado.
-¿Tú sólo?¿Qué tienes que hacer?
-Emborracharme.
Se llevó el vaso a la boca mientras la veía perderse entre la multitud. Desapareció con la misma pasividad fría con la que había llegado. Cerró los ojos y dejó que las notas del clarinete se mezclaran con el alcohol.

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