25 nov 2012

Mi profesión

El periodismo es uno de los sectores más atrozmente castigados por la crisis. Desde 2007, cerca de 100 medios, entre periódicos de papel, webs, revistas, agencias, emisoras de radio o canales de televisión, han desaparecido. De los que sobreviven, casi ninguno se ha librado de los Expedientes de Regulación de Empleo, dietas de adelgazamiento laboral expresadas en forma de trágicas ruletas. Uno de cada dos licenciados está en paro. Más de 8.000 profesionales han perdido su trabajo. La FAPE (Federación de Asociaciones de Periodistas de España) estima que antes de la recesión había unos 50.000 trabajadores en activo, es decir, en estos cinco años, prácticamente uno de cada cinco periodistas se ha quedado en la puta calle.

Por desgracia, ahí no acaba el drama. La ineptitud endémica de nuestros políticos ha dado aliento a la depresión económica, dejando que se acurruque en el regazo nacional sine die. Falta mucho tiempo para que el país se recupere y el periodismo, sometido por imperativo genético a la bonanza colectiva, va a tardar aún más. El desplome de la publicidad, el encarecimiento del papel o el agotamiento de las fórmulas caducadas son algunos de los factores que alimentan la desgracia. Lo que nos espera en los próximos meses son más EREs que, gracias a la reforma laboral aprobada por nuestro brillante Gobierno, serán todavía más denigrantes. Reducciones de salario, eliminación de primas y pagas extra, meses sin cobrar, incertidumbre y tensión regadas con más despidos y, por supuesto, nuevas defunciones.

Aunque no quiero ser agorero, es muy probable que el próximo en caer sea La Gaceta, el apéndice de celulosa del Grupo Intereconomía. El desánimo se contagia en una redacción que ya ha resistido dos EREs con sus correspondientes reducciones salariales, mientras el fastuoso Mercedes del presidente corporativo -chófer incluido- custodia la entrada de un edificio recién remodelado que tiene los días contados. Muchos ignorantes celebrarán el funeral, creyendo que el punto de vista impuesto por la directiva desaparecerá con el cierre del rotativo, y olvidando que la pérdida de una voz siempre empobrece el debate y, por ende, el conocimiento.

Los ciudadanos vinculamos a cada medio los valores que sus respectivas cúpulas pretenden divulgar. Sin embargo, cuando uno fallece, son los peones, currantes que hacen su trabajo de la mejor forma que saben independientemente de si comulgan o no con el ideario de sus superiores, los que pagan los platos rotos de los de arriba. Así, el destino de los trabajadores queda condicionado por los devenires de las aventuras empresariales de los propietarios en lo privado y por los designios del político chupóptero de turno en lo público. Un esfuerzo profesional supeditado al éxito de los que utilizan los medios que controlan para jugar al mediopoly o como plataforma de desarrollo de los amiguismos más cínicos.

Lo sucedido en el periódico El País consituye uno de los ejemplos más deprimentes de esta práctica tan extendida entre los caciques de la información. Los delirios especulativos del consejero delegado, Juan Luis Cebrián, eso que los propios periodistas del diario denominaron "capitalismo de casino", crearon un agujero en el grupo que ahora se pretende tapar a golpe de despido. Los números deficitarios de la cabecera -5 millones hasta septiembre- justifican el despido de 129 periodistas mientras su máximo dirigente se embolsa 13 millones de euros anuales. Una nómina superior a las de las estrellas más mimadas de Real Madrid o Barcelona con la que se podría pagar el sueldo de nada más y nada menos que 400 redactores o 2.500 becarios. A pesar de ello, la situación 'obliga' a mandar a 130 personas, un tercio de la plantilla del mejor periódico de este país, a la cola del INEM. Viva la lógica.





No todos los casos son tan escandalosos, pero resulta igual de preocupante que los niveles de audiencia den la razón a quien decide sustituir un canal dedicado exclusivamente a la información por 24 horas de Gran Hermano, la telemierda más estúpida que se puede encontrar en el canal más repulsivo del espectro televisivo. Una emisora que, a base de llenar su parrilla de la basura audiovisual más bochornosa, lidera los ránkings de share. Sólo en un país donde Telecirco es la cadena más seguida se puede entender que, mientras cada día cinco periodistas pierden su empleo, Belén Esteban, cuyo máximo mérito consiste en haberse follado a un torero, cobra cerca de un millón de euros anuales. Una persona que piensa que la Edad Media concluyó cuando se inventó la escritura gana en un mes el doble que cualquier redactor jefe, una proporción tan inmoral y a la vez tan justificada como las fichas de las estrellas futbolísticas, cifras que se legitiman por su amortización inmediata.

En este panorama tan esperpéntico, sustentado por nuestro tradicional culto a la necedad, los medios han olvidado su función social. En teoría, son una herramienta imprescindible en toda democracia -por atrofiada que se encuentre-, baluartes necesarios para el correcto funcionamiento de un sistema libre, plural y justo. Herramientas de formación y acción para la ciudadanía y mecanismos de vigilancia a las autoridades. En la práctica, se reducen a factorías donde la información es poco más que un producto industrial elaborado en cadena con la misión de rentabilizar el gasto de los inversores y servir como altavoz de los intereses de sus acreedores.

Antes, ese conformismo enfermizo podía escudarse en la prosperidad monetaria del sector. Cuando yo estaba en secundaria, la mayoría de los periodistas gozaban de salarios decentes, herederos del prestigo y la influencia que atesoró la profesión durante los primeros años de la democracia. Ahora, ni eso. Ser periodista en este país exige llenar el currículum con las fraudulentas medallas de unos títulos académicos concebidos para exprimir el bolsillo de los ilusos estudiantes, que accederán a unas prácticas miserablemente remuneradas -sólo en el mejor de los casos- y que servirán a los oligarcas mediáticos para sustituir a los viejos y caros profesionales por mano de obra barata y maleable. Con mucha suerte, tras varios años de entrega ciega, nuestro sufrido becario verá su esfuerzo recompensado en forma de un contrato mileurista que habrá comprado su sometimiento expreso a los designios de la compañía. La alternativa a este tortuoso camino es la 'becaria escaparate', cuyos requisitos para progresar en la profesión consisten en ser 1)joven y 2)apetecible -que sepa usar el cerebro ayuda, pero no es indispensable-. Una muchachita voluntariosa que alegre la vista de sus compañeros y la entrepierna de sus superiores. Y cuidado con quejarse de los defectos que campan a nuestro alrededor aniquilando cualquier optimismo sobre el futuro, que no está el horno para bollos. La sombra del batallón de los (de momento) 8.000 desafortunados siempre planeará sobre las cabezas de aquellos que pretendan enfrentarse a los criterios dominantes de una profesión que, hoy por hoy, está abocada a la decadencia.


PAYING TO GO TO WAR from Asma Films on Vimeo.